Mudanza!
Queridos amigos, después de mucho tiempo inactivo, este blog se muda, para integrarse a otras creaciones y locuras en adiosalcloset.blogspot.com
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Los libros de autoayuda, mucho más que una cadena de favores. ¿O mucho menos?
¿Quién no se ha sentido solo alguna vez? ¿Quién no ha enfrentado el miedo al fracaso, o su concreción? ¿Cuántas veces hemos sentido que el común de los mortales puede con algo que para nosotros es imposible? Calma, que no panda el cúnico. Para estos males, y para muchos otros, existen los libros de autoayuda.
“¿Dónde los consigo?” dirá usted. Simple, en cualquier sitio. En la disquería, en el puesto de diarios o en la góndola del supermercado. Es decir, donde no llegan los de Freud, Lacan, Rogers, Jung, Nietzsche, Platón y otros grandes de la humanidad que, dicho sea de paso, por alguna extraña razón, son más gordos y más caros.
Historias de éxito financiero, reencuentros amorosos, recuperaciones milagrosas, diálogos con el más allá, crecimiento, liberación, PROGRESO. Un sinfín de “antes y después” ejemplificados en manuales y guías de procedimiento disfrazados de literatura.
La sociedad actual impone un ritmo vertiginoso. No hay tiempo para detenerse, y en esta vorágine en la que estamos inmersos, todos queremos el primer lugar en una carrera sin sentido. ¿Cómo reflexionar en estas condiciones? Menos trabajoso, más prometedor, y mucho más sencillo, es seguir recetas ajenas, con la esperanza de encontrar la salida en el camino del otro. La clave está en la identificación, en esa sensación de pertenencia que nos aproxima a la masa. Así, contenidos por un vacío continente, tenemos la ilusión de verdadera identidad.
¿Cuál será el mecanismo que nos lleva a creer que la respuesta a nuestros interrogantes se encuentra en las conclusiones de otro? ¿Es esto realmente posible?
No existen las verdades universales para el desarrollo personal. Si las hubiera, bastaría la tradición para que nuestras vidas se vean realizadas. Los consultorios de los psicólogos se encontrarían vacíos, el Prozac no se hubiera convertido en la píldora de la felicidad, y Estados Unidos no consumiría, como lo hace, el 50% de los psicofármacos que se producen en todo el mundo. Los trastornos de ansiedad no encabezarían la lista de motivos de consulta, los matrimonios durarían hasta que la muerte los separe, las drogas como el paco y la pasta base no tendrían cabida en la sociedad y las iglesias serían mero lugar de encuentro para seres felices.
Quimeras, sólo quimeras. Nadie tiene el santo remedio de la fortuna. Nadie sabe realmente cuál es la clave para que todos vivamos plenamente. Nadie conoce la forma de ser feliz por siempre jamás.
Pero por supuesto, el ser humano es ambicioso y engreído. Entonces, quien encuentra (o cree hacerlo) SU camino hacia el arcoíris, SU modo de alcanzar la meta y SU manera de realizarse, suele querer compartirlo con el mundo. ¿Dónde está la soberbia y la vanidad en esto? En que este acto, aparentemente desinteresado, de -por ejemplo- escribir un libro de autoayuda, va de la mano con la creencia de que SU verdad vale para TODOS.
Es ciertamente posible que algunos lectores puedan sentirse identificados. Esto puede ocurrir por una genuina similitud entre su propia historia y la de quien escribe. En ese caso, ¿quién garantiza que la salida a un mismo problema es igual para todos? Imaginemos un matrimonio infeliz, una mujer insatisfecha que siente que su marido le da más importancia a la vida social que a ella misma. La autora de un libro de autoayuda cuenta cómo ella pudo insertarse en los ámbitos que le eran restringidos, con sólo una charla seria y profunda a solas con su hombre. ¿Es válido formular este ejemplo como LA resolución, LA respuesta, EL modo? ¿Qué sentirá la pobre ama de casa que quiere tener ese sensato diálogo con su esposo cuando él le responda “andá a cocinar y dejate de estupideces que empieza el partido en cinco minutos”?
Es cierto, puede no pasar. Pero es más probable que sí. Volvamos a la posibilidad de que quien compra uno de estos textos se sienta en consonancia con la realidad del autor. Otro caso sería que las páginas hablen de un problema universal. Imaginemos un título como “Cómo superar la crisis de los cuarenta”. Vaya, estoy inspirado, ¿verdad? No hay ni que pensarlo. Millones de hombres y mujeres podrían salir corriendo a comprar dicha obra. Todos con la misma urgencia, un cumpleaños que los acecha y una sociedad para la que son inminentemente descartables. Leen, leen, leen... ¡Sí, es su caso! Casi puedo escuchar un “esto fue escrito para mí, el autor es un genio”. Pero, tras tanta similitud, no hay más que unas cuantas líneas que relatan lo que ya sabemos y que proponen algo que a pocos –con suerte– puede serles útil.
“A mí me sirvió el libro de la locutora que escribe columnas” me dirán. Sí, claro. Cuando a mí me sangró la nariz todos los días durante un mes seguido también me resultó eficaz el agua oxigenada. No obstante, hasta que no fui al médico no supe que tenía hipertensión y que eso no la curaba.
Los éxitos editoriales no siempre son la consecuencia de una obra maestra. Son, con más frecuencia, retratos de cosas que todos conocemos y no dejan nada nuevo al cerrar la contratapa. Los libros de autoayuda no son una excepción a esta regla. Incluso aquellos escritos por profesionales, psicólogos, filósofos, etcétera, no aportan nada si uno no toma la firme decisión de cambiar su vida y poner el alma en la labor.
Podemos, efectivamente, obrar milagros. Podemos, con seguridad, darle un mejor curso a nuestra historia. Podemos torcer el fantasma del destino, convertirnos en una mejor versión de nosotros mismos, realizarnos. Pero la línea que hoy creemos será de llegada es en realidad, la de partida. Si una pieza literaria –o que dice serlo– nos acerca a nosotros mismos, si podemos conectarnos con nuestro interior, entonces sea esto bienvenido. Mas no creamos que allí radica el éxito. La verdadera labor, la que está a la vuelta de la esquina, es la de aceptarnos como somos y parecernos cada vez más a lo que podemos ser, y no al señor de bigotes que escribe “cuentos para seguir adelante”.
Ahora sí, corramos a la librería, compremos uno de estos libros. Si su contenido nos aproxima a nuestro interior, empecemos luego el camino verdadero. Si no lo hace, no nos angustiemos, siempre hay una pata de la mesa que espera a ser nivelada. ¿No es eso una ayuda bien concreta?
No pretendo hacerme el culturoso, ni decir que no miro tele basura, porque de hecho la miro. Es un descanso cotidiano, un momento en el que me río de lo que veo y de mi mismo. Sin embargo, a la hora de hacer una crítica y escribir una artículo de opinión para la facu, no pude evitar pensar sobre la calidad de lo que vemos en la caja boba, y surgió esto:
Los contenidos y el rating, esa extraña pareja
A nuestra televisión le sobran números y le faltan matemáticas. El año pasado, uno de los picos de rating más altos se registró en el momento en que Marcelo Tinelli le planteaba a Rocío Marengo cuentas que no podía resolver. “¿Cinco por siete?”, preguntaba el bolivarense, mientras la defensora del koala sudaba como en un juicio.
Hace unas semanas, todos festejábamos que Karina Jelinek supiera el nombre de un país de África. No sólo esto, sino que además sabía que el país se encontraba efectivamente en ese continente. Acto seguido, la erudita morocha hablaba de una técnica milenaria. Curiosamente, tenía sólo quinientos años de antigüedad.
Los números no cierran. A menos contenido, más puntos de rating. Incluso, en ocasiones, se muestra de más, pero con menos sustancia. Pasamos de mirar con fruición las abundancias físicas a las vacuidades mentales. De la escena vacía al vértigo de mostrarlo todo. ¿Quién no ha mirado cómo dieciocho imberbes dormían la siesta durante minutos, si no horas? ¿Cuántas veces cambiamos de canal para pasar de eso al crimen en vivo y en directo?
Parece que nada es suficiente. A la televisión no le falta calidad. Le faltan ojos con criterio, que hagan zapping ante lo abominable, en lugar de clavar la mirada con el pochoclo en la mano. Los mismos que nos llenamos la boca criticando el reinado de los culos, les damos de comer sintonizando su desfile.
El problema es la evasión. Miramos y admiramos lo ligero para no hacernos cargo de lo denso. Le damos vacaciones a nuestras neuronas para no realizar el trabajo de ponerlas en marcha.
Y como siempre que se evade, los números no cierran. En la contabilidad, la solución son los asientos de ajuste. Pero esta vez, si queremos buen balance, no habrá que ajustarse al asiento.
¿Hay lugar en nuestra sociedad para una discusión sobre la muerte digna?
El gobierno español no deja de sorprendernos. Primero se habló de cómo la ley permite andar desnudo por Barcelona. Luego, se aprobó la ley de matrimonio para personas del mismo género. Hoy, la noticia es el debate sobre la eutanasia.
Según un artículo del sitio Público.es, Andalucía permitiría la eutanasia pasiva, brindando cobertura jurídica y asistencial a los pacientes en estado terminal que opten por interrumpir los tratamientos que los mantienen con vida.
Cuán lejos estamos de la madre patria. Cuántos cambios han transcurrido allí desde la época franquista. Casi no puede creerse que un pueblo madure de semejante manera.
Por el contrario, en nuestras tierras, seguimos siendo adolescentes. Si bien cada tanto una noticia nos sacude un poco el polvo, no conseguimos llegar a un grado de profundidad en temas tan importantes.
Siempre nos ha costado debatir seriamente sobre la vida. El aborto es un buen ejemplo de esto. En cuanto a la eutanasia, hoy por hoy, sólo es posible bajo orden judicial, luego de mucha burocracia, y casi no hay antecedentes.
Quienes se manifiestan en contra la plantean como un acto criminal, que atenta contra la vida, la moral y las buenas costumbres. Se habla también de casos milagrosos, en los cuales pacientes despiertan luego de diez años de un coma, o logran la remisión de una enfermedad terminal.
Ahora bien, en estos tiempos en los que tanto se pondera la calidad de vida, ¿no sería menos hipócrita pensar también en la calidad de nuestra muerte? El derecho a decidir sobre nuestro propio cuerpo debería ser enajenable. Si se nos permite utilizar tratamientos alternativos, o no ortodoxos (¿recuerdan la crotoxina?), si se nos obliga por ley – salvo expresión en sentido contrario – a ceder nuestros órganos para brindar una alternativa a quien ya no la tiene, en resumen: si se nos permite decidir sobre nuestro cuerpo en vida o posmortem, ¿por qué no podemos decidir sobre algo tan fundamental como el paso intermedio?
Sabemos que, de habilitarse legalmente la eutanasia, podrían presentarse casos en los que el beneficiado no sea el paciente sino algún familiar cercano. Los argentinos somos especialistas en encontrar esos grises en la ley que abren el juego para quienes especulan. A pesar de esto, creo que debiera existir la opción de que uno mismo decida, en vida, que tienen que hacer con su cuerpo en caso de enfermedad terminal, coma prolongado o situaciones análogas.
Mientras muchos se horrorizan ante lo antinatural de la muerte, se obliga a un cuerpo a latir contra natura, ocupando en un hospital la misma cama que, afuera, otros con menos suerte y más posibilidades de sobrevida, esperan. Y esto no es un planteo en el cual la vida de uno vale más que la de otro. Lo que sí debería tener valor es la decisión de uno sobre su propio cuerpo y destino.
El horror está en la muerte indigna, en esos despojos conectados como testimonio de lo que fue, y probablemente, nunca volverá a ser. A quien le siente mal la idea, o la posibilidad de que lo que propongo se legisle, lo invito a ponerse en ese sitio. La pregunta es: ¿preferimos que nos recuerden por nuestra vida y obra, o que nos fuercen a la vida velando por nuestras sobras?
La muerte nos sienta bien. ¿Cómo nos sentimos nosotros con ella?
Bienvenidos a El Opinatario, un espacio de libre expresión.
A la mayoría de los mortales nos fascina un deporte: el de opinar. Opinar porque sí, porque tengo ganas, porque en casa no me dejan, porque algo me gusta, porque algo no me gusta, porque estoy al pedo o en pedo, porque ví algo y quiero comentarlo, porque la vida es bella o porque la vida es un camino difícil. Porque opino igual o porque opino diferente. Porque tengo algo original para decir o porque hay cosas que deben repetirse.
Opinemos desde lo que somos, de pies a cabeza. Escribamos textos intensos. La vida es, a veces, una colección de pasajes de ida. En este viaje, desde mi más médula, me pongo a pensar, y (se) me ocurren cosas. Tengo algo para decir, porque de esto sí se habla. Y de aquello también.
La propuesta es sencilla, voy a ir escribiendo sobre temas de actualidad, sobre pequeñas cosas, sobre temas universales que a todos interesan y sobre cosas particulares que importan un bledo.
A pesar de lo diverso, el blog tendrá un perfil claro. Los posteos siempre estarán escritos de manera literaria. No pretendo constituir verdades. No soy un formador de opinión ni quiero serlo. No es mi intención herir a nadie. No soy Chiche Gelblung, Santo Biasatti, Fernando Peña, Roberto Pettinato, Luisa Delfino, Jorge Bucai, Gabriel Rolón, Alejandro Dolina ni Sai Baba (mis perdones a ellos por ponerlos uno al lado del otro, je...) Soy un tipo (no tan) común y (menos) corriente, que tiene ideas como todo el mundo y quiere expresarlas en paz y libertad, compartiendo con otros su punto de vista, sin sentirme por encima ni por debajo de nadie.
Los lectores y visitantes, están invitados a opinar y sugerir temas para el debate. Si alguien tiene un texto o artículo de opinión que vaya con el perfil de este espacio, puedo subir su escrito. Porque opinar solo es aburrido, ¿no?
Colaboremos, debatamos, hablemos en voz alta. Porque en este loco mundo, opina cualquiera...