Los libros de autoayuda, mucho más que una cadena de favores. ¿O mucho menos?

¿Quién no se ha sentido solo alguna vez? ¿Quién no ha enfrentado el miedo al fracaso, o su concreción? ¿Cuántas veces hemos sentido que el común de los mortales puede con algo que para nosotros es imposible? Calma, que no panda el cúnico. Para estos males, y para muchos otros, existen los libros de autoayuda.

“¿Dónde los consigo?” dirá usted. Simple, en cualquier sitio. En la disquería, en el puesto de diarios o en la góndola del supermercado. Es decir, donde no llegan los de Freud, Lacan, Rogers, Jung, Nietzsche, Platón y otros grandes de la humanidad que, dicho sea de paso, por alguna extraña razón, son más gordos y más caros.

Historias de éxito financiero, reencuentros amorosos, recuperaciones milagrosas, diálogos con el más allá, crecimiento, liberación, PROGRESO. Un sinfín de “antes y después” ejemplificados en manuales y guías de procedimiento disfrazados de literatura.

La sociedad actual impone un ritmo vertiginoso. No hay tiempo para detenerse, y en esta vorágine en la que estamos inmersos, todos queremos el primer lugar en una carrera sin sentido. ¿Cómo reflexionar en estas condiciones? Menos trabajoso, más prometedor, y mucho más sencillo, es seguir recetas ajenas, con la esperanza de encontrar la salida en el camino del otro. La clave está en la identificación, en esa sensación de pertenencia que nos aproxima a la masa. Así, contenidos por un vacío continente, tenemos la ilusión de verdadera identidad.

¿Cuál será el mecanismo que nos lleva a creer que la respuesta a nuestros interrogantes se encuentra en las conclusiones de otro? ¿Es esto realmente posible?

No existen las verdades universales para el desarrollo personal. Si las hubiera, bastaría la tradición para que nuestras vidas se vean realizadas. Los consultorios de los psicólogos se encontrarían vacíos, el Prozac no se hubiera convertido en la píldora de la felicidad, y Estados Unidos no consumiría, como lo hace, el 50% de los psicofármacos que se producen en todo el mundo. Los trastornos de ansiedad no encabezarían la lista de motivos de consulta, los matrimonios durarían hasta que la muerte los separe, las drogas como el paco y la pasta base no tendrían cabida en la sociedad y las iglesias serían mero lugar de encuentro para seres felices.
Quimeras, sólo quimeras. Nadie tiene el santo remedio de la fortuna. Nadie sabe realmente cuál es la clave para que todos vivamos plenamente. Nadie conoce la forma de ser feliz por siempre jamás.

Pero por supuesto, el ser humano es ambicioso y engreído. Entonces, quien encuentra (o cree hacerlo) SU camino hacia el arcoíris, SU modo de alcanzar la meta y SU manera de realizarse, suele querer compartirlo con el mundo. ¿Dónde está la soberbia y la vanidad en esto? En que este acto, aparentemente desinteresado, de -por ejemplo- escribir un libro de autoayuda, va de la mano con la creencia de que SU verdad vale para TODOS.

Es ciertamente posible que algunos lectores puedan sentirse identificados. Esto puede ocurrir por una genuina similitud entre su propia historia y la de quien escribe. En ese caso, ¿quién garantiza que la salida a un mismo problema es igual para todos? Imaginemos un matrimonio infeliz, una mujer insatisfecha que siente que su marido le da más importancia a la vida social que a ella misma. La autora de un libro de autoayuda cuenta cómo ella pudo insertarse en los ámbitos que le eran restringidos, con sólo una charla seria y profunda a solas con su hombre. ¿Es válido formular este ejemplo como LA resolución, LA respuesta, EL modo? ¿Qué sentirá la pobre ama de casa que quiere tener ese sensato diálogo con su esposo cuando él le responda “andá a cocinar y dejate de estupideces que empieza el partido en cinco minutos”?

Es cierto, puede no pasar. Pero es más probable que sí. Volvamos a la posibilidad de que quien compra uno de estos textos se sienta en consonancia con la realidad del autor. Otro caso sería que las páginas hablen de un problema universal. Imaginemos un título como “Cómo superar la crisis de los cuarenta”. Vaya, estoy inspirado, ¿verdad? No hay ni que pensarlo. Millones de hombres y mujeres podrían salir corriendo a comprar dicha obra. Todos con la misma urgencia, un cumpleaños que los acecha y una sociedad para la que son inminentemente descartables. Leen, leen, leen... ¡Sí, es su caso! Casi puedo escuchar un “esto fue escrito para mí, el autor es un genio”. Pero, tras tanta similitud, no hay más que unas cuantas líneas que relatan lo que ya sabemos y que proponen algo que a pocos –con suerte– puede serles útil.

“A mí me sirvió el libro de la locutora que escribe columnas” me dirán. Sí, claro. Cuando a mí me sangró la nariz todos los días durante un mes seguido también me resultó eficaz el agua oxigenada. No obstante, hasta que no fui al médico no supe que tenía hipertensión y que eso no la curaba.

Los éxitos editoriales no siempre son la consecuencia de una obra maestra. Son, con más frecuencia, retratos de cosas que todos conocemos y no dejan nada nuevo al cerrar la contratapa. Los libros de autoayuda no son una excepción a esta regla. Incluso aquellos escritos por profesionales, psicólogos, filósofos, etcétera, no aportan nada si uno no toma la firme decisión de cambiar su vida y poner el alma en la labor.

Podemos, efectivamente, obrar milagros. Podemos, con seguridad, darle un mejor curso a nuestra historia. Podemos torcer el fantasma del destino, convertirnos en una mejor versión de nosotros mismos, realizarnos. Pero la línea que hoy creemos será de llegada es en realidad, la de partida. Si una pieza literaria –o que dice serlo– nos acerca a nosotros mismos, si podemos conectarnos con nuestro interior, entonces sea esto bienvenido. Mas no creamos que allí radica el éxito. La verdadera labor, la que está a la vuelta de la esquina, es la de aceptarnos como somos y parecernos cada vez más a lo que podemos ser, y no al señor de bigotes que escribe “cuentos para seguir adelante”.

Ahora sí, corramos a la librería, compremos uno de estos libros. Si su contenido nos aproxima a nuestro interior, empecemos luego el camino verdadero. Si no lo hace, no nos angustiemos, siempre hay una pata de la mesa que espera a ser nivelada. ¿No es eso una ayuda bien concreta?